sábado, 2 de julio de 2016

La banana

La mamá de Matilde nunca la dejaba hacer nada peligroso, ni nada que pudiera llegar a serlo. “Matilde, deje de correr que se puede caer”, “Matilde, no salte en la cama que se puede dar un golpe”. Y para lo demás había una razón mágica: “Matilde, no ande descalza que eso es malo”, “Matilde, no se siente en el piso que eso es malo”.

Matilde era la menor de dos hijas. Sin embargo, Ana Isabel no estaba sometida al yugo sobreprotector de su madre; hacía lo que quería. Su hermana era libre y ella no. Matilde pensaba que era porque Ana Isabel tenía 4 años más que ella, una ventaja imposible de minimizar. El tiempo le servía de enemigo y de consuelo. “Seguramente mamá era el doble de lo peor que es ahora. Pobrecita Ana, ha sufrido esto más tiempo que yo”, se decía para animarse. Lo cierto era que Ana sabía muy bien cómo manipular a su papá para salirse con la suya; táctica que Matilde, con 8 años de edad, no había logrado descifrar.

Un buen día sus padres decidieron vender el carro de la familia y gastarse el dinero vacacionando tres semanas en Margarita. Se quedaron en el apartamento tipo estudio de una de sus tías. ¡Un apartamento sin habitaciones! Matilde no podía creer que la cocina estuviera dentro del cuarto o que la cama estuviera metida en la cocina. Daba igual, estaba viviendo algo nuevo y no podía estar más emocionada.

La primera semana fue de derroche absoluto: ropa y zapatos para todo el mundo. “Mamá, cómprame esto” y se lo compraban; “Mamá, vamos para allá” y para allá iban. Las niñas no podían creer que su madre las estuviera obedeciendo. Los primeros diez días fueron de playas y centro comerciales. “No hay manera de que mamá se ponga fastidiosa aquí, debe ser que el calor la tiene distraída de su manera de ser”, pensó Matilde y estaba en lo correcto.

Matilde se paseaba con el traje de baño, un pareo que su mamá le amarraba alrededor del cuello como vestido y unas sandalias llenas de arena. Margarita era el paraíso, sin lugar a dudas. Al día siguiente, todos amanecieron cansados. Todos menos Matilde, quien los convenció de salir del cuarto-cocina o cocina-cuarto para ir a la playa, esa que no tenía olas y que a ella tanto le gustaba. En la segunda semana seguía teniendo poderes sobre su mamá.


Los vecinos de toldos salieron del mar riéndose y burlándose unos de otros. “Tú desde acá ves que la banana se voltea, pero cuando estás encaramado allá la cosa es distinta”, dijo uno. Ana Isabel levantó la mirada y divisó una cosa amarilla enorme que arrojaba a las personas y que efectivamente era… ¡una banana gigante! “Matilde, dile a mamá que nos deje montarnos en la banana… dile tú, a mí no me va a decir que sí porque yo nunca le hago caso a ella”.

La mamá dijo que no, pero el papá dijo que sí y la mamá, derrotada por 12 días continuos de sol, no se opuso. Se fueron con el encargado del negocio, eran la pareja que faltaba para completar el grupo. A Matilde la sentaron de última en lo que resultó ser un colchón de aire amarillo. Se fueron mar adentro, donde el agua ya no era verde, sino azul y con la misma rapidez con la que la banana cogía velocidad, Matilde se aterraba.

De repente, la banana dio un giro muy brusco y salieron volando. La cabeza de Matilde recibió por un lado el impacto con el agua, que sintió como cemento, y por otro, el de alguna parte dura del cuerpo de Ana Isabel, que le cayó encima. Matilde perdió la conciencia por un segundo y cuando despertó seguía debajo del agua. El dolor agudo no la dejaba desesperarse, pero tampoco moverse. “Mi mamá debió decir que no”, pensó.

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